La muerte de Calígula, a
pesar de las características del personaje, produjo un caos y un vacío de poder
en los días sucesivos a su asesinato. Por un lado, los soldados germanos
sedientos de sangre buscaron palmo a palmo por la ciudad con la intención de
acabar con los asesinos, matando a gente inocente al confundirlos con los
tiranicidas. Éstos por su parte, escondidos debatían sobre la mejor manera de
restaurar la República pues no estaban dispuestos a aceptar un nuevo tirano.
Senadores romanos. Siglo III d.C, Roma. Museos Vaticano
Fuente: De Sailko - Trabajo propio, CC BY-SA 3.0,
Mientras el Senado se
reunía para decidir sobre el futuro, no en la Curia Julia, sino en el templo de
Júpiter Capitolino, con la intención de envolver de un hondo sentimiento
simbólico la cita. Esa noche los dos cónsules fueron quienes ordenaron a los
guardias mantener el orden. La euforia por parte de los senadores se resume en
estas palabra que pone Flavio Josefo en boca de uno de los cónsules “para los que han crecido educados en la
virtud, basta vivir una sola hora en un país libre, sin responder a nadie más
que a uno mismo, gobernados por las leyes que nos han hecho grandes” (Antigüedades Judías, 19, 2, 2).
Sin embargo, los
pretorianos tenían otros planes. A sabiendas de que nada podían ganar ellos con
la vuelta de la República, no tardaron en movilizarse para buscar un sucesor
que tuviera la sangre de Augusto. La tarea no era fácil pues el único
descendiente del emperador, su sobrino Lucio Domicio (futuro emperador Nerón)
era aún un niño. Sólo quedaba con vida un
varón, sobrino nieto del divino Augusto, considerado tan insignificante
por su gloriosa familia que ni Sejano, ni su hermana Livila, ni su tío Tiberio
ni su sobrino Calígula se tomó la molestia de asesinar. Por tanto, no podía
haber otro candidato posible que el considerado el tonto de la corte, el tío
Claudio.
Claudio es proclamado emperador.
Detalle del cuadro Un emperador romano. Lawrence Alma Tadema. 1872
“[Claudio] mantenido aparte
con los demás por los que preparaban la emboscada contra Cayo y alejaban a la
gente con el pretexto de que deseaba estar solo, se había retirado a una cámara
que recibe el nombre de Hermeo; poco después, aterrado por la noticia del
asesinato, se deslizo hasta una terraza contigua y se escondió entre las
cortinas que cubrían la puertas. Un soldado raso que pasaba casualmente por
allí vio sus pies y sintió curiosidad de saber quién era; al punto le
reconoció, le sacó de su escondite y, mientras Claudio caía a sus plantas lleno
de terror, le saludo como emperador. Luego le llevó ante sus otros compañeros,
que estaban indecisos y que por el momento no hacían más que vociferar. Éstos
lo colocaron en una litera y, como sus esclavos habían huido, por turnos lo
llevaron sobre sus hombros hasta el campamento; iba afligido y tembloroso,
mientras la multitud que encontraba a su paso le compadecía como a un inocente
al que arrastraran al suplicio. Recibido dentro de la empalizada, pasó la noche
entre centinelas, con muchas menos esperanzas que seguridad” (Suetonio. Vida del divino Claudio. 10, 1,2).
Porta Praetoria. Restos de la Castra Praetoria. Siglo I d.C. Roma
Fuente: De No machine-readable author provided. Joris assumed (based on copyright claims). - No machine-readable source provided. Own work assumed (based on copyright claims)., Dominio público,
En el Senado ya había
corrido la voz de la intención de los pretorianos, por lo que las cohortes
urbanas habían ocupado el Foro y el Capitolio para defender la libertad apenas
obtenida. Cuando llevaron a Claudio ante los senadores aquel respondió “que se hallaba retenido por la fuerza y la
necesidad. Pero al día siguiente, en vista de que el Senado se mostraba más
remiso en ejecutar sus propósitos a causa del enojoso desacuerdo a que llevaba la
diversidad de pareceres, y de que ya la multitud que rodeaba la curia reclamaba
un solo dirigente pronunciando su nombre, permitió que los soldados en armas,
reunidos en asamblea, le prestaran juramento, y prometió a cada uno 15.000
sestercios, siendo así el primer César que recurrió al dinero para asegurarse
la lealtad de los soldados” (Suetonio. Vida
del divino Claudio. 10, 3,4).
El Senado no tuvo más
remedio que aceptar a Claudio ante la insistencia del pueblo y los pretorianos.
Incluso varios senadores se propusieron ellos mismos como candidatos recalcando
la incompetencia de Claudio para desempeñar tal ardua tarea. Sin embargo, no
podían competir con el linaje de Claudio: sobrino nieto de Augusto y hermano de
Germánico. No obstante, al no haber sido adoptado por nadie de la gens julia,
los senadores le concedieron el título de César. De esa forma, el nombre del
genial general quedaría asociado para siempre como el título de los gobernantes
del Imperio romano, y de muchos líderes del futuro.
Así, la última persona
en la que nadie hubiera pensado, el hombre al que todos despreciaban, sobre
todo dentro de su propia familia, se
convirtió en el cuarto emperador romano a la edad de 50 años, convertido en Tiberio
Claudio César Augusto Germánico.
Claudio (Dereck Jacobi) en el Senado rodeado de pretorianos. Fotograma de Yo, Claudio, 1976
“Y qué pensamientos o recuerdos pasaban por mi mente en esa
extraordinaria ocasión?¿pensaba en la profecía de la sibila, en el augurio del
lobezno, en el consejo de Polión, en el sueño de Briseis? ¿en mi abuelo y en mi
libertad?¿en mis tres predecesores imperiales, Augusto, Tiberio, Calígula, en
sus vidas y muertes?¿en el gran peligro que corría en manos de los
conspiradores, del Senado y de los batallones de la guardia en el
campamento?¿en Mesalina y nuestro hijo no nacido?¿en mi abuela Livia y la
promesa que le había hecho de deificarla si alguna vez llegaba a ser
emperador?¿en Póstumo y Germánico?¿en Agripina y Nerón?¿en Camila? No, nunca
podrán adivinar lo que me pasaba por la mente. Pero seré franco y lo diré,
aunque la confesión resulte vergonzosa. Pensaba: de modo que soy emperador,
¿eh? ¡Qué tontería! Pero por lo menos ahora podré hacer que la gente lea mis
libros. Recitales públicos ante grandes multitudes. Y son buenos libros, he
trabajado en ellos 35 años. No seré injusto […]. Eso era lo que pensaba. Y
pensaba también en las oportunidades que tendría, como emperador, para
consultar los archivos secretos y descubrir qué había ocurrido en tal ocasión y
en tal otra. ¡Cuántas historias deformadas quedaban aún por corregir! ¡qué
milagroso destino para un historiador!. (Robert Graves. Yo, Claudio, Cap.
XXXIV).