domingo, 3 de julio de 2016

En el trono de Júpiter


Augusto divinizado. Siglo I d.C. Madrid. Museo Nacional del Prado


       Entre los muchos honores que el Senado tributó a Augusto, destaca el de su deificación aprobada el 17 de septiembre, casi un mes después de su fallecimiento. Días previos un antiguo pretor, Numerio Ático,  juró que durante la ceremonia de cremación del cuerpo del difunto emperador había visto ascender su alma hacia las regiones celestes. Livia lo recompensó con 1.000.000 de sestercios.
Independientemente del indudable oportunismo de esta apocalíptica visión, el acto consolidó lo que ya sería una tendencia entre los gobernantes romanos iniciada tras la muerte de Julio César, que desde hacía más de 50 años era venerado como el Divino Julio.


Apoteosis de Augusto. Siglo I d.C.  Rávena. San Vitale. Museo Nacional

No obstante, el dilema de su propio culto fue una gran preocupación de Augusto durante toda su vida. Los pueblos orientales habituados a adorar a sus reyes comenzaron a tributar durante el período republicano honores divinos a los procónsules de la potencia que los había sometido. Cuando emergió la figura de Augusto como única cabeza visible del Imperio romano, que además había traído la paz y que se convirtió en un personaje cercano y amable, entre estos pueblos nació un sentimiento incontenible de respeto y gratitud que se materializó en el deseo de tributar honores divinos al emperador. En Italia y Roma surgieron los mismos sentimientos aunque menos fervorosos, pues ya tras la derrota de Sexto Pompeyo (que con sus actos de piratería obstaculizaba el comercio del grano) muchas ciudades italianas colocaron una estatua de Augusto junto a las de sus dioses en los templos.
No obstante, las clases superiores romanas siempre habían sentido repulsa a tributar culto a uno de los suyos. Quizás por ello o porque realmente le desagradaba seguir una costumbre tan poco romana, lo cierto es que Augusto siempre fue reacio a la hora de aceptar honores divinos. En consecuencia sólo aceptó recibir culto en las provincias por parte de los ciudadanos no romanos y siempre que su imagen estuviera acompañada de la diosa Roma. Sin embargo, a ciudadanos romanos que habitaban en esas misma regiones, les prohibió rendirle culto alegando que los romanos sólo debían plegarse ante la diosa Roma y el divino Julio. Estas prácticas fueron instituidas en la mayoría de las provincias orientales. Egipto constituía una excepción, pues Augusto desde el primer momento de la conquista del país del Nilo se convirtió en faraón, y como aquellos era considerado como un dios en vida, algo a lo que no podía negarse si quería contar con el favor de la población de tan legendaria civilización.


Augusto y Roma. Detalle de la Gema Augustea. siglo I d.C, Viena. Kunsthistorisches Museum

A pesar de sus reservas, el Príncipe era consciente del gran valor que tenía el culto imperial como clave para fomentar la lealtad de las provincias tanto a Roma como a él mismo. Además era una manera de estar presente cotidianamente en la vida de los ciudadanos de tan vasto imperio. Por este motivo, también fomentó su culto junto al de Roma en la zona occidental en las provincias más conflictivas. En Italia aunque Augusto era más severo en lo referente a la difusión del culto a su persona, también surgieron templos en ciudades como Puteoli y Pompeya. El único lugar en lo que jamás aceptó su deificación en vida fue en la propia Roma,  accediendo únicamente a que las clases más bajas rindieran culto al Genius de Augusto en los lares-santuarios de cada distrito, que acabaron conociéndose como Lares Augusti. Cualquier manifestación de devoción divina de culto a su persona estaba totalmente prohibida en la capital del imperio.


Altar de lares con el genius de Augusto flanqueado por Cayo y por su hija Julia como Venus. Copia del Siglo II d.C. Florencia. Galleria degli Ufizzi

           No obstante, tras su muerte el divino Augusto se convirtió en uno de los dioses más venerados del panteón romano, cuyo culto estuvo vigente hasta la caída del imperio de Occidente en el siglo V d.C. Tanto Tiberio como el Senado vieron la ventaja de darle al pueblo la tranquilidad de que su llorado emperador seguiría velando por ellos desde las regiones etéreas, junto a Júpiter Optimo Máximo. Tiberio saldría doblemente reforzado pues ahora se convertía en hijo del divino Augusto.

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