domingo, 8 de junio de 2014

Virgilio profetiza la Edad de Oro


Publio Virgilio Marón. Nápoles. Parque Virgiliano

El papa Urbano VIII la primera vez que citó en audiencia al arquitecto y escultor Gian Lorenzo Bernini (el único artista parangonable al gran Miguel Ángel Buonarotti) lo recibió con estas palabras:  “Es gran fortuna la vuestra, caballero, ver papa al cardenal Maffeo Barberini, pero bastante mayor es la nuestra que el caballero Bernini viva en nuestro pontificado” (Passeri. Vite de Pittori, scultori e architetti che hanno lavorato in Roma). Augusto hubiera podido ciertamente expresar lo mismo en relación a Publio Virgilio Marón, el mejor poeta latino, que ensalzó como ningún otro tanto al primer emperador como las bienaventuranzas de su Principado.
Coincidiendo con el Tratado de Brindisi que culminó con el matrimonio de Marco Antonio y Octavia, el poeta de Mantua, escribió la famosísima Égloga IV de sus Bucólicas, en la que celebra la paz alcanzada y anuncia el nacimiento de una nueva Edad de Oro para la humanidad.
“¡Musas sicilianas, cantemos cosas un poco más elevadas! No a todos agradan los árboles y los humildes tamariscos. Se aproxima ya la última edad de la profecía de Cumas. El gran orden de los siglos renace íntegramente. También regresa la Virgen; regresa el reinado de Saturno. Una nueva progenie desciende de lo alto del cielo. Tú, Casta Lucina, protege al niño que va a nacer; con él terminara la generación del hierro y una de oro surgirá en todo el mundo. Ahora reina Apolo, tu hermano. Y en concreto, contigo, Polión, durante tu consulado, comenzará este siglo glorioso y empezarán a correr los grandes meses. Bajo tu mando, si algunos vestigios quedan de nuestro crimen, borrados, liberarán al mundo de su perpetuo terror. Él recibirá la vida de los dioses y verá a los héroes mezclados con los dioses, y él mismo será contemplado entre ellos y gobernará con las virtudes paternas un orbe pacificado. Para ti, niño, sin que nadie la cultive, prodigará la tierra sus primicias, errantes hiedras y nardos silvestres por doquier. Por sí solas las cabras traerán a casa sus ubres henchidas de leche y no temerán los rebaños a los grandes leones. Tu propia patria hará brotar para ti hermosas flores. La serpiente morirá y morirán las falaces plantas venenosas. Y en cuanto puedas leer los elogios de los héroes y las hazañas de tu padre y saber qué es el valor, habrá también otras guerras y de nuevo el gran Aquiles será enviado a Troya. Encamínate a los supremos honores ¡Oh, hijo amado de los dioses, noble vástago de Júpiter! Observa el Universo que se mueve por la fuerza de la bóveda celeste, y las tierras  y los espacios del mar y el alto cielo. Mira como todas las cosas se regocijan en el siglo que va a llegar. Oh, permanezca en mí, entonces, un último aliento de mi larga vida, el espíritu y cuanto sea necesario para cantar tus proezas. Empieza pequeñín, a reconocer a tu madre con una sonrisa. A quien no ha sonreído a su madre, ningún dios lo ha considerado digno de su mesa ni diosa alguna de su lecho”.
Es increíble la gran cantidad de interpretaciones y matices que esconden estos bellísimos versos que yo he resumido. Lo evidente, es que el poeta se hace eco de la felicidad y el optimismo reinante en aquel momento de paz entre los dos grandes hombres que compartían el gobierno del Imperio. Pero, ¿quién es el bienaventurado niño al que glorifica Virgilio?; cuando escribió la Égloga, tanto Escribonia (mujer de Augusto) como Octavia (esposa de Antonio) estaban embarazadas, de ahí que la teoría más factible es que se refiera a uno de ellos aunque algunos autores creen que se refiere al hijo del cónsul Polión (nombrado en el texto); para mí resulta obvio que por la gran adhesión del poeta a Octavio (al que estaba muy unido desde que éste a instancias de Mecenas le devolvió las tierras que le habían sido confiscadas), debe referirse al futuro hijo de aquél o incluso al Príncipe mismo, gobernante jovencísimo que aún se estaba gestando en el papel de Soberano del mundo. Igualmente, es fácil asociar toda la prosperidad que el poeta profetiza con las bonanzas de la paz inmortalizadas en mármol en el Ara Pacis Augustae y en los exquisitos paneles conservados de una Fuente de Praneste (Relieves Grimani). Incluso me aventuro a pensar que Virgilio habla de nuevas guerras porque, muy a su pesar, debía intuir que el mundo era demasiado pequeño para que lo compartieran dos líderes de la talla de Octavio y Marco Antonio. Si analizamos como los dos acabaron enfrentándose en Accio, tomarían sentido hasta los versos que se refieren a la muerte de la serpiente (animal sagrado asociado históricamente a los reyes egipcios y  muy especialmente a Cleopatra VII).
Ironías del destino, tanto Escribonia como Octavia dieron a luz sendas niñas.
Por su parte, numerosos autores cristianos vieron en esta Égloga el anuncio del nacimiento del Mesías ya que Jesucristo nació durante el gobierno de Augusto, dos décadas después de la publicación de las Bucólicas. Las coincidencias con el mensaje bíblico son muy interesantes: el regreso de la Virgen, la muerte de la serpiente (símbolo del Pecado original de Eva), el nacimiento del niño en sí que traerá una nueva era, e incluso los últimos versos que hablan del pequeño sonriendo a la madre parecen evocar cualquier imagen en la que el niño Jesús se representa tiernamente en brazos de María. Por ello, Virgilio se consagró como el anunciador del cristianismo, siendo considerado un escritor con alma cristiana. Esa concepción lo convirtió en el poeta preferido de la Edad Media y en el elegido por Dante  Alighieri para guiarlo en el descenso al Purgatorio y a los Infiernos en su Divina Comedia.

Dante y Virgilio en La Barca de Dante. Eugène Delacroix. 1822. París. Museo del Louvre

Sea cual sea la interpretación dada al relato, lo cierto es que Virgilio estuvo especialmente inspirado al escribir la Égloga IV, que por encima de todo es un canto a la Paz, tan anhelada por un pueblo romano hastiado de guerras civiles.

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