domingo, 6 de abril de 2014

Augusto y Cicerón

Tras la huida de los asesinos de César propiciada tras el brillante discurso que Marco Antonio pronunció en el funeral, éste (cónsul aquel funesto año 44 a.C.) se hizo con el poder absoluto de la ciudad. Por ello, fue incapaz de digerir la llegada a Roma del joven heredero de César y se negó a dar validez a su testamento. Octavio reaccionó con audacia subastando muchas de sus propiedades para pagar al pueblo los legados que su padre adoptivo había determinado en sus últimas voluntades. Esto le reportó gran popularidad a la vez que comenzó a mermar la de Antonio.


Marco Antonio elogia a César y promete venganza
Fuente: Historia y Vida. nº 463

Del mismo modo, y nuevamente a sus expensas, Octavio comenzó a formar un ejército con los veteranos de César, también pretendidos por Antonio. Acompañado de sus inseparables Agripa y Mecenas partió hacia Campania con un carro cargado de oro para reclutar más soldados (Antonio lo acusó de haber robado en Brindisi los fondos que César guardaba para la guerra contra los partos).
Esto encendió la disputa entre ambos, por lo que Marco Antonio al expirar su consulado presionó al Senado a través de sus legiones para obtener la provincia de la Galia Cisalpina, ya ocupada por Décimo Bruto, uno de los asesinos de César, que se negó a abandonarla.
Por su parte, Octavio para dar legalidad a sus acciones (simulando ingenuidad y ausencia de ambición política) buscó el amparo del hombre fuerte del Senado, el único de la vieja guardia republicana contraria a César que permanecía en Roma, Marco Tulio Cicerón. Considerado el mejor orador de todos los tiempos, Cicerón no había participado en la conspiración de los Idus de marzo aunque era partidario de los asesinos (quienes no le confiaron la conjura debido a su fama de imprudente). Enemigo manifiesto de Marco Antonio, Cicerón accedió a defender, no sin reservas, la posición del muchacho contra aquel, que había salido de Roma con sus propias legiones para plantar batalla a Décimo Bruto por la provincia de la Galia. 


Cicerón (David Bambers) y Marco Antonio (James Purefoy). Fotograma de la serie Roma

         Entre el 2 de septiembre de 44 a.C. y el 21 de abril de 43 a.C. Cicerón pronunció catorce discursos contra Marco Antonio, las llamadas Filípicas, que constituyen el culmen de la oratoria. Entre ellas destaca la segunda, una auténtica obra maestra de la inventiva, en la que usando todos los recursos retóricos a su alcance y con suma elegancia denigra a Antonio y sus seguidores de manera contundente. Del mismo modo, en la tercera alaba al heredero de César, tomando claramente partido: “Cayo César, que es un adolescente, casi un niño, por propia determinación en la que a la vez brillan la sabiduría y valor increíbles y casi divinos, cuando mayor era el furor de Antonio, cuando se temía su vuelta de Brindisi como la plaga más cruel y pestífera, ha organizado un poderoso ejército de invictos veteranos sin que se le pidiese, empleando su patrimonio en la salvación de la república, pues si este joven no hubiera detenido el ímpetu de aquel furioso la república hubiera sido destruida hasta en sus fundamentos. Por esto, padres conscriptos en el día de hoy debemos concederle autoridad para que pueda defender la república, no por espontánea protección suya, sino por encargo nuestro” (Filípica Tercera, 2). Sin embargo, en sus cartas privadas se burlaba de la candidez del muchacho y se jactaba de utilizarlo en su batalla personal con Antonio. “El chico debe ser elogiado, honrado y luego eliminado”. (Cicerón. Cartas, XI, 20,1), lo que llegó a oídos de Octavio, a quien no le agradó en absoluto. El propio narcisismo de Cicerón le impidió darse cuenta que era él, el viejo senador, quien  había caído en las redes de un adolescente de 19 años.

Cicerón habla ante el Senado. Detalle de los frescos de la sala Maccari del Senado italiano
Cesare Maccari. 1880. Roma

         Así, Octavio fue nombrado propretor y senador (diez años antes de la edad legal) logrando legitimizar su posición. Enseguida puso sus tropas al servicio de los Cónsules del año, Hircio y Pansa, con los que partió hacia Mutina (Módena) donde Marco Antonio (declarado enemigo público) tenía sitiado a Décimo Bruto. Antonio fue derrotado y marchó hacia el oeste con los restos de su ejército. Los cónsules murieron en la batalla por lo que Octavio se hizo con el mando de sus legiones. Desde ese momento, el joven, que para salvaguardar sus intereses y contra natura había tenido que acudir en ayuda de uno de los asesinos de su padre (algo que debió afectarle profundamente), dejó de cooperar con Décimo Bruto (según Apiano en su Historia de las Guerras Civiles se expresó del siguiente modo: “Mi naturaleza me prohíbe mirar y dirigirle la palabra a Décimo. Dejadle buscar su propia seguridad”). El Senado concedió un triunfo a Décimo Bruto, del mismo modo que ignoró totalmente a Octavio. El partido de los asesinos de César cobraba fuerza nuevamente.
Por todo esto, Octavio solicitó el consulado (vacante tras la muerte de los cónsules), lo que se consideró una exigencia desmedida, pues sólo tenía 20 años (La edad legal para acceder al consulado era 39-43 años). Con Cicerón en contra (que lo acusó de desmesurada ambición), y tras varios intentos infructuosos, Octavio marchó hacia Roma con su ejército lo que puso al Senado y a Cicerón contra las cuerdas. El 19 de agosto de 43 a.C., Cayo Julio César Octavio fue nombrado cónsul por primera vez. Inmediatamente, se apoderó del tesoro para pagar a sus tropas y consiguió que se aprobara por fin la lex curiata que lo convertía legalmente en el heredero de César. Su colega consular, Quinto Pedio hizo aprobar asimismo una ley que establecía un tribunal especial para juzgar a los asesino de César. El sol de los Julio volvía a brillar sobre Roma.

Retrato del Augusto de Prima Porta. H.F. Helmoid, 1901

Mención aparte merece la figura de Cicerón, el último gran defensor de la República, que tras estos últimos acontecimientos se retiró a su villa de Formia a esperar una muerte segura, ordenada por los triunviros, a instancias de Marco Antonio sólo meses después, el 7 de diciembre de ese mismo año 43 a.C. La crueldad de éste y de su mujer Fulvia con el cadáver fue extrema: él, ordenó cortarle las manos que habían escrito las Filípicas y colgarlas en la puerta del Senado; ella, traspasó con sus horquillas la lengua que las había pronunciado. Este ensañamiento hacia una figura tan preeminente conmocionó al pueblo romano y repugnó a Octavio, que sin embargó lo consintió, al no poder indisponerse contra Antonio en esta etapa de su vida.
El insigne orador y jurista, célebre por su ingenio, fue siempre rival de un César a quien no dudó en alabar a pesar de sus diferencias políticas; de pensamiento conservador y moderado defendió los ideales en que creía y los de la república hasta el final de la mejor manera que supo y como nadie ha conseguido superarlo jamás: con el don de la palabra. Se despidió de este mundo con el convencimiento y la amargura de que con él moría la república y que César, finalmente, había vencido incluso muerto; el inteligente Cicerón en sus últimos momentos pudo adivinar que el joven Octavio, era sin duda el más audaz de los que sobrevivían, el último y certero dardo que César había lanzado desde el más allá. Su triunfo definitivo.
Octavio, tras su victoria sobre Marco Antonio quiso restituir el honor de Cicerón y su familia: en el 30 a.C. nombró cónsul junto a él, al hijo de aquel, por lo que Marco Tulio Cicerón hijo fue el encargado de anunciar la muerte de Antonio y de ordenar la destrucción de todas sus estatuas en una muestra más de la nobleza de sentimientos del Príncipe. “De esta manera, la justicia divina confía a la familia de Cicerón los actos finales del castigo de Antonio” (Plutarco. Vidas  Paralelas). 

Marco Tulio Cicerón. S. I a.C. Roma. Museos Capitolinos

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